No discutiría por minucias o por el deseo de tener la razón: eso solo engrandece el ego a costa de empequeñecernos como seres humanos.
Miraría cada instante como lo que es: un momento que jamás volverá y en el que merece que esté totalmente presente (en lugar de pensando en no se qué cosa irrelevante).
Apreciaría con gratitud lo vivido, lo más y lo menos bueno, porque es imposible apreciar la luz si no se conoce la oscuridad.
Disfrutaría de cada cosa que tengo que siempre ha sido más de lo que realmente necesitaba.
No me preocuparía tanto (¡Obviamente!): ninguna dosis de ansiedad va a cambiar el futuro, y ni una tonelada de culpa va a cambiar el pasado.
Cuidaría cada palabra sabiendo que quizá, esa sería la última palabra que alguien escucharía de mi boca, por lo que me gustaría que fuese bella e inspiradora, no cargada de quejas o resentimientos.
Arreglaría cada distanciamiento con la gente a la que en aprecio o aprecié en un momento porque un “gracias”, un “te quiero” o un “lo siento”, nunca están de más.
Haría esa llamada pendiente, esa que por pereza o por vergüenza no hice porque cuando alguien quiere hacer algo, simplemente, tiene que ponerse en marcha.
Sacaría el lado jocoso que tiene cada situación. Solo hay que pasarlo por el tamiz de la inocencia, como un niño, para reírse de uno mismo y de lo intrascendente de lo que en la mayoría de los casos, nos sucede.
Y sí, daría más besos y abrazos (aunque en estos momentos no suele políticamente correcto), porque eso sí que nos lo vamos a llevar (Nota: el camión de la mudanza nunca ha ido detrás del coche fúnebre).
Quizá hoy no sea nuestro último baile, pero no me parece una mala manera de afrontar cada día hasta que ese momento llegue.
De corazón, feliz día.