Allá por la edad media, donde ser un gran trabajador era ser un gran artesano y las máquinas no habían sustituido el talento de las personas, un sastre tenía como aprendiz a su joven sobrino. El muchacho se esforzaba por aprender todo lo que su tío y maestro podía transmitirle: cómo escoger las mejores telas, cómo combinar los colores para que resultasen agradables a la vista, cómo adaptar los patrones a las formas de las damas para que éstas saliesen favorecidas delante del espejo (creo sacado del cuento de Blancanieves, por lo cruel de sus juicios hacia quien en él se reflejaba), cómo combinar las mejores fornituras (botones, hilos, entretelas, puntillas…) para que ensalzasen el vestido ya rico de por sí. El trabajo bien hecho de maestro y aprendiz daba sus frutos y, casi como la espuma, el negocio de sastrería crecía y crecía. Tanto, que el maestro decidió tomar a su cargo a un nuevo aprendiz, que le traería algo que no se esperaba. El nuevo aprendiz, proveniente de una familia humilde, pronto demostró un extraordinario talento en el arte de la sastrería: tenía un ojo y una mano exquisitas a la hora de escoger las telas; ante el espejo, las adineradas clientas con “cierto” exceso de volumen, aparecían como bellas damas con cuerpo de sílfide, por la manera en la que el joven aprendiz modificaba los patrones originales que su maestro le proporcionaba. Nadie escogía mejor los botones para dar aún más brillo si cabe, a las creaciones que encandilaban a sus clientas. Todas estas virtudes encandilaban al maestro y hacían crecer lenta, pero inexorablemente, la envidia de su sobrino, que no hacía más que compararse con su nuevo compañero. Se veía menos valioso que él en todo: más torpe a la hora de escoger las telas y las palabras con las que seducir a sus clientas; menos hábil a la hora de ajustar las hechuras de los vestidos; más lento a la hora de confeccionar esas preciosas creaciones que salían de sus manos. Para colmo, veía como la joven que le gustaba, hija del maestro herrero, se derretía en sus miradas hacia su nuevo competidor. Él, que había soñado una y mil veces con ser maestro artesano para casarse con ella, veía como también le iba a ser arrebatada por ese aprendiz recién llegado. Si todo lo anterior era duro, esto era ya demasiado. El sobrino, en su soliloquio mental, se veía como un torpe, mantenido en su puesto por su parentesco con su tío, algo que cada día le iba consumiendo lentamente. Y como suele suceder, más rápido que lento, las fricciones entre ambos aprendices se fueron haciendo más frecuentes, el ambiente se hacía irrespirable y el más mínimo gesto se convertía en la más grave de las ofensas. El maestro pudo ver cómo, delante de una clienta, su sobrino le puso la zancadilla a su compañero para que se cayese, desparramando irremediablemente tras la caída todos los botones que contenía la caja que transportaba. El sobrino se mofó delante de todos de la torpeza de su colega. Esto provocó la de ira de su tío, lo que hizo que se llevase aparte a su querido sobrino y lo abofetease. Su envidia y resentimiento, en lugar de aminorar, crecieron. Un día, el maestro pidió a su joven aprendiz que acudiera a la tienda del comerciante de botones para pagar la última partida (de excelente calidad y diseño) recibida, entregándole la bolsa con las monedas para satisfacer el pago. Pero, antes de cumplir con esa tarea, le pidió que se pasase por el establo para ensillar su caballo, dado que le habían llegado noticias acerca de la llegada de un barco que traía nuevas telas de Oriente, y deseaba ir cuanto antes al puerto para ser el primero en verlas. Diligentemente, el aprendiz fue al establo donde estaba el nuevo caballo que su amo había comprado a un mercader sevillano, experto en la doma de animales pura sangre. El corcel era magnífico, deslumbrante, así como la pesada silla de montar que el aprendiz le colocó. En ese momento, al aprendiz se le cayó al suelo la bolsa con las monedas que su maestro le había dado para pagar a su proveedor, por lo que se agachó a recogerla, momento en el cual, el caballo lanzó una coz con toda su fuerza, impactando en la cabeza del joven aprendiz y matándolo en el acto. El suceso, desagraciado en extremo, conmocionó a todo el pueblo, dado el aprecio que todo el mundo tenía al joven aprendiz por sus excelentes modales y talento, por su buena planta y perenne sonrisa en la cara. Pero, sobre todo, dejó conmocionado al sobrino del sastre. De repente, se dio cuenta de cómo toda la ira que había estado guardando en su interior no había servido para otra cosa que no fuese dañarse a sí mismo. Su envidia sólo le había impedido disfrutar de cada minuto con su compañero, que ahora yacía muerto por un infortunio del destino. Para colmo, la hija del herrero a la que él amaba en secreto, se había enamorado del hijo del maestro panadero, marchándose a vivir a una lejana ciudad. Y a él, siempre le quedó la culpa por todas las zancadillas que le puso a su colega para que no progresase… y el resto de su vida se preguntó… ¿para qué todo ese sufrimiento? Este cuento ilustra lo que puede llegar a hacer uno de los grandes monstruos que acechan al líder: el ego que siempre busca competir y compararse. El pensamiento siempre encontrará algo con lo que compararse y salir ganando (aumentando así su tamaño) o perdiendo (haciéndolo sufrir). La esencia, sin embargo, es la que nace del corazón y ni juzga ni compara, dado que nada hay que juzgar ni comparar, puesto que todos somos únicos e irrepetibles. La esencia es la que ve, con amor, el potencial que cada persona alberga en su interior de manera genuina y única. La esencia ve los dones y talentos con admiración, no con envidia. La esencia de cada uno de nosotros ve la unidad, no la separación. Te dejo 3 preguntas para tu reflexión:
- ¿Eres consciente de con quién o con qué te comparas? (el salario de tu compañero, el coche de tu vecino, la eficiencia de tu jefe…).
- ¿Qué es lo que obtienes de esas conversaciones mentales en las que te comparas? (¿Sales reforzado y con un ego más elevado (que más temprano que tarde, caerá), o sales perdiendo, lo que genera frustración en tu vida?).
- ¿Quién dirige esas comparaciones: el amor o el miedo?
Cuando el líder ha encontrado su propósito en la vida, no desaparecen los miedos o temores, pero sí las comparaciones y el sufrimiento que, irremediablemente, traen éstas a nuestra vida.